
Aunque la acción de inconstitucionalidad interpuesta por Aquiles Jiménez Fernández fue desestimada por cuestiones de forma más que de fondo, su repercusión va más allá del plano jurídico: expone el delicado equilibrio entre derecho, poder y ambición política en la República Dominicana.
La decisión del Tribunal Constitucional fue clara: no se puede impugnar una norma que está inscrita en el propio texto constitucional. Este razonamiento, aunque técnicamente correcto, también dejó planteada una inquietud profunda: ¿cuál es el mecanismo legítimo para revisar, reinterpretar o incluso desmontar cláusulas que puedan, con el tiempo, resultar contradictorias con nuevas realidades democráticas?
El voto disidente y el voto salvado —cuyos fundamentos aún no han sido publicados íntegramente— reflejan que no hubo unanimidad en la sala. Esto sugiere que algunos jueces consideraron que, si bien no es común, sí podría existir un espacio teórico para evaluar ciertas disposiciones constitucionales si estas entran en conflicto con derechos fundamentales o principios democráticos superiores.
Varios constitucionalistas han advertido que esta sentencia puede ser leída como un blindaje preventivo contra cualquier intento de reelección presidencial consecutiva en 2028, luego de las elecciones de 2024. Y aunque jurídicamente la vía quedó cerrada, políticamente se ha reactivado un viejo debate que ha polarizado la historia constitucional dominicana desde Trujillo hasta la fecha.
“La sentencia no solo resuelve un caso, sino que manda un mensaje: que las reglas del juego político no se pueden cambiar desde el mismo tablero”, expresó un exmagistrado de la Suprema Corte. “Pero ese tablero, tarde o temprano, volverá a estar sobre la mesa.”
El fallo se suma así a la compleja narrativa dominicana sobre los límites del poder, los vaivenes de las reformas constitucionales y las tensiones entre legalidad y legitimidad en una democracia que, aunque sólida, sigue enfrentando pruebas estructurales en cada ciclo electoral.